CASTILLO DE GIBRALFARO
Retomando mis paseos juveniles por el castillo de Gibralfaro acompañado de mi progenitor, me viene a la memoria las entretenidas tardes de toros contempladas desde sus almenas, y es que dado su estratégico emplazamiento y altura, los modestos malagueños aficionados a la tauromaquia, podían contemplar medio ruedo del coso taurino de la Malagueta, sin más impedimento que la distancia que los separaba. Y era tal el entusiasmo que demostraban estos espectadores con sus gritos y palmas, que más de un torero correspondió a aquellos brindándoles su último toro. En consecuencia, los domingos que se celebraban corridas de toros eran los días que más visitas “culturales” tenía el castillo.
Recuerdo que en el transcurso de una de esas corridas, acomodado contra la muralla del castillo, casi me leí “La isla del Tesoro”.
Pasando el tiempo, con objeto de aprovechar las poquísimas horas de sol de las tardes de los domingos de invierno y huir de las largas colas que se formaban en los cines para conseguir una entrada, mi pandilla y yo decidimos, durante aquellas horas, hacer nuestro el castillo.
Con los bolsillos cargados de pipas de girasol tostadas, ignorando la importancia histórica del castillo, recorríamos sus instalaciones entre bromas, risas y carreras. Hasta que a la caída del sol con las bocas secas por la chuchería y por el ejercicio realizado, acabábamos nuestra visita bebiendo con avidez en el surtidor de la entrada del castillo. La última agua que podríamos tomar hasta que llegáramos de nuevo a las calles iluminadas de la ciudad. Ni que decir tiene que el recorrido por el monte, en la oscuridad más absoluta, lo hacíamos en alocada carrera para contrarrestar nuestros miedos.
Pero de la historia del castillo... ¿Qué? Nada. Pero ese asunto, dada mi curiosidad, lo subsané con el paso del tiempo.
(Plaza de toros de la Malagueta solitaria y a orilla de la playa, el monte del castillo se ve pelado de vegetación arbórea. Desde nuestro mirador privilegiado, asistíamos como espectadores invitados, a los domingos de corrida)Retomando mis paseos juveniles por el castillo de Gibralfaro acompañado de mi progenitor, me viene a la memoria las entretenidas tardes de toros contempladas desde sus almenas, y es que dado su estratégico emplazamiento y altura, los modestos malagueños aficionados a la tauromaquia, podían contemplar medio ruedo del coso taurino de la Malagueta, sin más impedimento que la distancia que los separaba. Y era tal el entusiasmo que demostraban estos espectadores con sus gritos y palmas, que más de un torero correspondió a aquellos brindándoles su último toro. En consecuencia, los domingos que se celebraban corridas de toros eran los días que más visitas “culturales” tenía el castillo.
Recuerdo que en el transcurso de una de esas corridas, acomodado contra la muralla del castillo, casi me leí “La isla del Tesoro”.
Pasando el tiempo, con objeto de aprovechar las poquísimas horas de sol de las tardes de los domingos de invierno y huir de las largas colas que se formaban en los cines para conseguir una entrada, mi pandilla y yo decidimos, durante aquellas horas, hacer nuestro el castillo.
Con los bolsillos cargados de pipas de girasol tostadas, ignorando la importancia histórica del castillo, recorríamos sus instalaciones entre bromas, risas y carreras. Hasta que a la caída del sol con las bocas secas por la chuchería y por el ejercicio realizado, acabábamos nuestra visita bebiendo con avidez en el surtidor de la entrada del castillo. La última agua que podríamos tomar hasta que llegáramos de nuevo a las calles iluminadas de la ciudad. Ni que decir tiene que el recorrido por el monte, en la oscuridad más absoluta, lo hacíamos en alocada carrera para contrarrestar nuestros miedos.
Pero de la historia del castillo... ¿Qué? Nada. Pero ese asunto, dada mi curiosidad, lo subsané con el paso del tiempo.
Texto y fotos: Francisco Ruiz Serrano.
Galería de imágenes del Castillo de Gibralfaro:
http://picasaweb.google.es/fruizse/castillogibralfaro#slideshow
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