Una mañana, fuera de lo que la climatología nos tenía acostumbrados, amaneció con el cielo milagrosamente entoldado; y por eso de que el calor se había relajado, decidí llegarme hasta el Trocadero para echarle una mirada a la patera que allí tengo varada. Me acerqué en coche, por si las nubes resultaban que eran legales, y el de arriba se dejaba caer con al menos un chubasco de esos que no te da tiempo ni para dar con una casapuerta donde guarecerte.
Maqueta del Trocadero con sus instalaciones de los siglos XVIII y XIX.
Los asiduos al lugar, pescadores, mariscadores y gusaneros, me saludaron sorprendidos al advertir mi presencia. Y no es que estuvieran ante un extraño, la razón se debía a mi prolongada ausencia. El bote hacía meses que se tostaba en tierra, ya podía verse el caño a través de la separación de las tablas resecas de sus costados. Más de uno de los allí presentes me lo había advertido. Sabiendo que estaban sobrados de razón aguanté sus recriminaciones y también sus bromas. Dejé a cada uno con su labor y me acomodé en mi pequeña embarcación. Su eslora no alcanza los cuatro metros. Sentado en el banco de proa eché distraídamente una mirada al cielo, a las gaviotas que por allí pululaban y a la escalinata de piedra del otro lado caño, la que daba acceso a las ruinas de la salinera del "Consulado". Dos jóvenes gusaneros remontaban sus desgastados escalones en esos momentos, y un tercero, cruzaba a nado en sentido contrario, la distancia que lo separaba del embarcadero del lado de Puerto Real. Aquella pétrea escalera siempre había reclamado mi atención, Desde que era un muchacho y la veía cada día a través de la ventanilla del tren de los trabajadores del astillero de Matagorda. Entonces había actividad en ella y en la salinera antes aludida. Embarcaciones de regular calado llenaban sus bodegas con la sal que transportaba una destartalada cinta de goma accionada por un ruidoso motor de gasoil. Aún recuerdo cómo me devolvían la mirada aquellos enigmáticos peldaños de la escalinata. Y que yo me decía ¡algún día desentrañaré los misterios que ocultas con tu pertinaz mutismo! Así, rememorando otros tiempos, recordé mi aventura de indagar en los orígenes de todo aquello que en esos momentos me rodeaba, el cantil de piedra que a intervalos emergía del fango en la orilla opuesta del caño, los ruinosos diques secos inundados caprichosamente por las mareas, las misteriosas construcciones que asomaban entre la verdeante vegetación en la que abunda el espino, los desmoronados esteros, las sobrias ruinas del fuerte San Luis, la desgastada escalinata que me hablaba en silencio. Entonces supe que sus orígenes se pierden en el tiempo, que este lugar lo pisaron todas las civilizaciones que invadieron nuestra península, que fue testigo de saqueos, de comercio próspero y de grandes batallas. Me viene a la memoria aquella que ningún contendiente perdió y que ostentan en sus naciones símbolos recordatorios de haberla ganado. El Centro Cívico Trocadero de Londres y la visitadísima plaza parisina del Trocadero. Me refiero a la acaecida el año 1812 en la que España aliada, a la sazón con Inglaterra, unieron sus fuerzas para luchar en este inquietante escenario contra el invasor francés. La que dieron por llamar, la batalla del Trocadero. Dos siglos después, cercana ya, la fecha de la celebración conmemorativa del segundo centenario de "la Pepa", nuestras autoridades parece que tienen intención de remediarlo.
Texto: Francisco Ruiz Serrano
Fotos: Francisco J. Rodríguez
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